La arbitraria, discriminatoria y clasista justicia en Chile
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- Categoría: Chile
- Publicado: Miércoles 30 de Marzo de 2022
Mientras que la clase alta del país goza de las “cárceles vip”, la mayoría de la población penal habita en recintos penitenciarios deplorables, infrahumanos, con pésima calidad en su infraestructura, con altos índices de hacinamiento, abusos, maltratos, peleas entre pandillas e incendios como el ocurrido en la cárcel de San Miguel que dejó a más de 80 personas fallecidas.
(Jorge Molina Araneda – El Ciudadano) Chile - En el marco del foro Agenda Política 2022 de Icare, la ministra del Interior, Izkia Siches, cuestionó a la justicia nacional, apuntando a una segregación económica y social, comparando a la comuna de Las Condes con La Pintana y la región de La Araucanía.
En el encuentro -al que la titular de Interior asistió de manera telemática debido que a padece Covid-19-, Siches defendió el retiro de 139 querellas por Ley de Seguridad del Estado, presentadas en el contexto del estallido social.
“¿Por qué pueden haber beneficios carcelarios para toda la población que están regidos y reglamentados, pero en algunos casos no?”, cuestionó la secretaria de Estado.
“Si yo pillo a una persona al lado de un crimen y es en Las Condes, es rubio y tiene un apellido, no pasa nada; si yo pillé a esa persona en La Pintana y es pobre, me lo llevo detenido; si lo pillo en La Araucanía, me lo llevo detenido, allano su casa, agarro a los niños y violento a toda una comunidad”, prosiguió.
“Ese es un sistema judicial que hay que ir a mirar, porque eso crea esta sensación de diferencias y eso nos hace mal como país. Nos divide, nos segrega y da la sensación de que no hay una justicia que es homogénea y que no es mi justicia y que no la reconozco como tal”, añadió Siches.
Luego cabe preguntarse, ¿tiene razón o no la ministra Siches?
Siguiendo a Herrera (2018), en Chile en el ámbito de la justicia civil (resolución de conflictos de interés privado o particular), los altos costos involucrados, la congestión y lentitud de los procesos en tribunales y la desconfianza generalizada en el sistema judicial, conforman una realidad que termina alejando a los sectores de menores recursos de la posibilidad de resolver sus problemas por la vía jurídica. Quienes se animan a acudir a los tribunales cuando se encuentran ante una disputa, deben disponer de recursos no menores para solventar un abogado, un receptor y probablemente un perito, además de la eventualidad de tener que pagar las costas del juicio si así lo determina el juez. De manera que buena parte del resultado de un litigio se basa en la capacidad de pago para obtener una mejor asesoría jurídica.
Sin embargo, esta desigualdad se torna mucho más grave en el ámbito de la justicia penal, porque exacerba los privilegios comúnmente asociados a condiciones de cuna, influencias connotadas, o al poder económico o político, socavando así el principio mismo de igualdad ante la ley. Esta realidad clasista de la ley penal se sostiene en dos aspectos:
1-Discriminación arbitraria a los pobres establecida por el mismo sistema normativo. Ya es un clásico el ejemplo de la gallina —en general, castigo al abigeato— y la penalidad de presidio que se asignaba a su robo en el código de 1874, escarmiento que se pretendía fuera ejemplarizador contra individuos de bajo nivel socioeconómico involucrados en el tipo de delito más común, el que atenta contra la propiedad.
2-Las desigualdades exógenas a la legislación penal. Sin duda las más nefastas y socialmente perturbadoras, son aquellas que solo se explican por la otorgación de un trato privilegiado, por ejemplo, la protección de personas o sectores influyentes ante la aplicación de la ley.
El carácter clasista del Código Penal queda palmariamente demostrado por la composición social de la población carcelaria, formada mayoritariamente por presos condenados por robo y hurto, comercio callejero o infracción a la ley de drogas, es decir, una “criminalidad de la calle”, cometida por pobres y marginados, lo que deja en evidencia la impunidad —a lo menos en penas privativas de libertad— de la que gozan los individuos pertenecientes a los sectores pudientes, la delincuencia de “cuello y corbata”. Como dijera Nelly León, la capellán del Centro Penitenciario Femenino de Santiago durante la visita del Papa Francisco, “lamentablemente en Chile se encarcela la pobreza”.
Aunque muchos no lo quieran ver, la delincuencia común está íntimamente ligada a la falta de oportunidades, a la deserción escolar, a quienes pierden toda posibilidad de acceso al trabajo por tener sus “papeles manchados”. Si a ello agregamos el factor destructor de la droga y la prácticamente nula disposición rehabilitadora del sistema carcelario, nos encontramos con una espiral perversa en que la falta de recursos genera delincuencia y la delincuencia hunde cada vez más a familias completas, incluso a poblaciones enteras prejuiciosamente estigmatizadas, en una pobreza dura, en que la convivencia en ínfimos espacios origina violencia intrafamiliar y, a menudo, agresiones sexuales de carácter incestuoso. La desesperanza provocada por la carencia de proyectos de vida, desincentiva en los hijos toda opción de salida digna y esforzada, dejándose seducir por medios disgregantes como el microtráfico, la delincuencia y la prostitución infantil.
Además de la aplicación discriminatoria del Código Penal según sea el tipo de delito que se procese, delito de calle o delito de “cuello y corbata”, el año 2016, en medio de la indignación ciudadana por el descubrimiento de sobornos y financiamiento ilegal de campañas que involucraron a grandes empresarios, legisladores y políticos de todo el espectro, se aprobó una normativa que impone penas “de presidio menor en su grado mínimo a medio” a cualquier persona que filtre información de una investigación judicial. Esta medida que obviamente pretendía poner un velo a las indagaciones que en ese momento se llevaban adelante, y que empezaban a llevar al estrado de acusados a eminentes personajes de grandes empresas y de la política, enviaba también una enérgica advertencia a un grupo de valerosos persecutores que parecían no mostrar temor alguno ante la prosapia de los imputados, y que se mostraban decididos a conocer la totalidad del alcance de los delitos, dando cuenta al mismo tiempo de los avances de la investigación ante la opinión pública. Como es fácil de inferir, dicha modificación penal constituye un nuevo recurso a favor de individuos identificados con el poder político y económico, cuando cometen delitos. Incluso su aplicación estricta permite poner reserva sobre cualquier investigación a la que pudiera ser sometido un notable, retrotrayendo la condición a la etapa de sumario que disponía el antiguo Código de Procedimiento Penal, que tenía carácter secreto, lo que generaba continuas suspicacias respecto a la independencia que era capaz de guardar un juez ante la presión e influjo de sectores de alta posición.
Los empresarios y políticos no son los únicos que gozan de los beneficios que les entrega la justicia chilena. Conocidos son los distintos casos de militares y carabineros que se encuentran presos en recintos penitenciarios, como fue el Centro de Cumplimiento Penitenciario Penal Cordillera y Punta Peuco (donde se encuentra recluido el exjefe operativo de la CNI, Álvaro Corbalán). Manuel Contreras, exdirector de la DINA, estaba recluido en el Penal Cordillera, el cual contaba con cinco cabañas, las que tenían dormitorios, sala de estar, cocina y baño, además de teléfono, televisión, horario de visita de 10 a 17 horas, resguardo de 36 gendarmes para los 10 presos militares que habitaban en el recinto. ¿Qué otros militares habitaban el recinto? Odlanier Mena, exdirector de la CNI, Miguel Kassnoff y Pedro Espinoza, entre otros.
Los clérigos acusados de abusos sexuales a menores de edad también gozaron de privilegios. Fernando Karadima, vivió en un hogar de ancianas con atenciones de calidad y permanentes tras su expulsión del sacerdocio. El sacerdote John O’Reilly, por su parte, fue condenado a cuatro años libertad vigilada, por el delito de abuso sexual a una menor.
Mientras que la clase alta del país goza de las “cárceles vip”, la mayoría de la población penal habita en recintos penitenciarios deplorables, infrahumanos, con pésima calidad en su infraestructura, con altos índices de hacinamiento, abusos, maltratos, peleas entre pandillas e incendios como el ocurrido en la cárcel de San Miguel que dejó a más de 80 personas fallecidas.
Otro caso emblemático del sesgo clasista de nuestros tribunales es el tristemente célebre caso Penta, a veces también denominado Pentagate, que fue un caso penal referido a un coordinado y efectivo fraude al Fisco por parte de Empresas Penta, mediante la utilización de facturas y boletas de honorarios ideológicamente falsas -emitidas materialmente de acuerdo a la ley, pero cuya justificación es falsa- que, entre otros aspectos, habrían permitido el financiamiento irregular de campañas electorales de varios políticos, la mayoría pertenecientes a la Unión Demócrata Independiente (UDI). Este acontecimiento, en sus diversas aristas, se investigó como delitos tributarios, sobornos, lavado de dinero y cohecho. La principal “condena”:
“Cárcel para los pobres, clases de ética para los ricos”. Así recibieron los estudiantes de la Universidad Adolfo Ibáñez a los temporales estudiantes Carlos Alberto Délano y Carlos Eugenio Lavín. Comenzaron en esa casa de estudios las clases de ética a las que fueron condenados en el marco de dicho caso. Una medida que indignó porque parece una burla como castigo para personas que cometieron delitos graves. Es cierto que además fueron condenados a cuatro años, pero de libertad vigilada. O sea, salvo la prisión preventiva, de condena no tuvieron ni un día tras las rejas. Y los $850 millones de multa son bastante insignificantes para personas con un tremendo patrimonio. Penas ridículas después de defraudar al Fisco en $1.700 millones y financiar ilegalmente la política, porque el daño que ellos y otros le causaron a nuestra democracia fue enorme. Mientras otros que cometen delitos tributarios, pero que no son poderosos, sufren todo el rigor de la ley. Un ejemplo: cuatro años de presidio en Puerto Montt para un comerciante que presentó dos facturas falsas con un perjuicio de $2 millones.
Un informe de Gendarmería da cuenta de que en Chile en 2017 el número de personas tras las rejas alcanzó un total de 42.245, un tercio de las cuales ni siquiera se encontraba cumpliendo condena si no que se haya bajo medida cautelar de prisión preventiva.
De acuerdo a Gendarmería de Chile (2017), de los reclusos un 0,9% no posee escolaridad alguna, un 22% posee básica incompleta, un 22,3% básica completa, un 25,7% media incompleta y un 27% media completa, finalmente solo un 3,9% presenta estudios superiores. En promedio los reos chilenos poseen 8,38 años de escolaridad lo cual además también se refleja en los tipos de delitos cometidos por la población penal, así a modo de ejemplo, los robos, hurtos y tráfico de drogas concentran el 80,3% de la población penal.
El año 2002 un estudio publicado por el Banco Mundial, donde se analizaron datos de 39 países, concluyó que la desigualdad de ingresos tiene un efecto positivo y significativo en el aumento de la delincuencia. Dicho lo anterior, ¿a alguien le pude extrañar que en Chile estemos con un alto nivel de delincuencia cuando más del 35% de la riqueza del país está concentrada en el 1% más rico de la población y que la mayoría de los trabajadores viven endeudados y en constante carestía?
La escala de penas resulta misteriosamente inequitativa y lleva a preguntarse, básicamente, quiénes son los grupos o sectores sociales específicos que son potenciales sujetos activos de esos delitos y cuáles son sus vínculos con quienes hacen las leyes.
En este sentido es posible observar que existe una discriminación inicial entre bienes jurídicos protegidos, donde los delitos contra el patrimonio, tienen un tratamiento jurídico especialmente rígido en comparación a bienes socialmente más relevantes como la vida y la salud.
Finalmente, los hechos demuestran que la ministra Siches tiene toda la razón.